“La vida de los otros”, ópera prima del director alemán Florian Henckel von Donnersmarck, film reconocido internacionalmente y con muchos premios en su haber (incluido el Oscar a la mejor película de habla no inglesa), es una cinta de factura impecable. Un film magistralmente dirigido e interpretado, con un guión espléndido, que demuestra una vez más la superioridad indiscutible del cine hecho fuera de Hollywood.
Des del punto de vista ideológico, he de admitir que me siento sumergida en un mar de contradicciones internas. La capacidad autocrítica de los alemanes me parece envidiable, en especial si tenemos presente que aún deben de seguir abiertas las heridas que precedieron y que siguieron (¿por qué no decirlo?: no pasa nada) a la caída del muro de Berlín. No pretendo ser ingenua: no intentaré negar la existencia históricamente documentada de la implacable policía secreta de la RDA. Lo que ocurre es que no puedo evitar que el film se me presente como un mecanismo de propaganda anticomunista, con detalles de promesas liberadoras como el diario en el asiento del coche con la foto de Gorvatxov. Cuando pienso que nuestro mundo occidental ejerce un control de la libertad individual y de expresión muy parecido, aunque sea de manera tan sofisticada que ni nos damos cuenta, no me siento proclive a comulgar incondicionalmente con la total descalificación de un sistema que todavía se sigue dibujando con apariencia de diablo con cuernos, rabo y tridente. Nada es negro ni blanco; la gama de grises puede resultar casi infinita. Me siento obligada a decirlo para no caer en la hipocresía de nuestro mundo intocable, que no puede dejar ni un momento de mirarse el ombligo desde la autocomplacencia neoliberal.
Aclarado este punto, quiero recuperar el discurso que reconoce abiertamente el mérito indiscutible de la película, porque, al margen de consideraciones políticas, en realidad es un film que se ocupa esencialmente del ser humano. El protagonista, un solitario capitán de la policía secreta, se siente atraído por los personajes a los que espía (un escritor y una actriz de la elite intelectual de la RDA), por motivos que nada tienen que ver con ideas políticas. Es otra cosa: desde su soledad y su aislamiento, el capitán descubre la existencia de gente que se quiere, de gente que tiene amigos, de gente que “vive”. De los “otros”, que no están sometidos a la rigidez burócrata i castrante en la cual él ve transcurrir sus días. Todos los personajes (excepto el ministro corrupto, e incluso él) son personajes redondos, que sufren una evolución clarísima durante el film y que ponen de manifiesto las contradicciones del ser humano. Nadie es absolutamente bueno, del mismo modo que nadie es absolutamente malo. Todos tenemos debilidades, todos podemos traicionar o llegar al altruismo y a la generosidad.
La película posee un guión impecable. Nada se deja al azar. Todos los aspectos están mesurados con genialidad y pulcritud. No hay salidas de tono, exageraciones, sensiblería o lágrima fácil. No existe nada superfluo. Las dos horas largas transcurren en un suspiro, como si el espectador se hallara sumergido en el universo cinematográfico y formase parte de él de manera intrínseca.
La película es muy inteligente. La acción, con la misma subyugadora naturalidad de la vida, nos va mostrando la evolución imparable de los personajes, incluyendo contradicciones y comportamientos absolutamente humanos. En este sentido, me parece fantástica la utilización de un literato como Brecht, que, después de vivir en Occidente, volvió al Berlín oriental i que, aunque ejerció una incuestionable libertad innovadora desde el punto de vista artístico (que lo mantuvo al margen de cualquier tipo de rigidez doctrinaria), nunca abdicó del marxismo. También me parece magnífica la música de la “Sonata para un buen hombre”, compuesta especialmente por el músico Gabriel Yared, que colma una de les escenas álgidas del film i que permite, con su sugerente título, trabar el emocionante final. Otra cosa, innecesaria pero obviamente efectista, es la frase sobre l’"Appassionata" de Beethoven i el camarada Lenin. Sin embargo, no deseo desvelarla. Es mejor que vayáis al cine.
Me siento obligada a terminar remarcando el trabajo insuperable de los actores, en especial de los dos protagonistas masculinos: Ulrich Mühe (el capitán) y Sebastian Koch (el escritor). Un placer sin precedentes verlos en la pantalla.
