El jacinto ha muerto en lluvia. Se recuerda su aroma;
presencia y flor son ya recuerdo en vida contemplada. Todo es recuerdo entonces
de una nada más sorda que el cigarro de estos dedos. Deja caer las gotas del
café hacia estas hojas ténues, color se marque así en soledad, plumas de ave,
avión de carga contra el suelo. Aquellos gritos, estos, que son como otro
puente o las sirenas que provocan a levantar los ojos. Mientras, asoma allá,
tras las ventanas, del otro lado del río, la tétricamirada del enfermo desangrándose. Quizás un
accidente, quizás un golpe fatal o un mal trago. Igual que no saber, saber;
igual que fe sin fe, no hay fundamento alguno y el deseo es un examen que no
quieres hacer ni menos corregir, que no te importa y no te importa porque no
quieres que te importe. Otra forma de decir, no más, el mar, caído, un gran
pájaro burlón sobre la chimenea que nos llena de peste las narices. No quieras
ya preguntas. No habrá más respuesta que otro odio, una muerte, o el amor que
se entromete para hacerte llorar en cada nueva sombra. Por qué la taza está
vacía y dónde encontraré café para este ya desasosiego. Qué calles, hombre, que
no sabes decir ni tienes nada. Aportaré a la sombra otro delirio. Comparen esta
enfermedad del negro con su reflejo y su pasado. El recuerdo te delata. Y aquel
jacinto, subyugado por la pasión, nutre de sangre estos días ante la pantalla.