Francisco Silvera
Francisco Silvera Guillén (Huelva, 1969).
Profesor de Filosofía, gestor cultural escarmentado, sigue ejerciendo labores de asesoría musical para la Junta de Andalucía y literarias en la Diputación de Huelva. Ha publicado los libros de creación: Las apoteosis (2000), Libro de las taxidermias (2002), Libro de los humores (2005), la novela Libro del ensoñamiento (2007) y Álbum blanco (2011), además de los ensayos: Copérnico y Juan Ramón Jiménez: crisis de un paradigma (2008), El materialismo de Juan Ramón Jiménez (2010), Juan Ramón Jiménez en el Archivo Histórico Nacional, VOL. 2: MONUMENTO DE AMOR, ORNATO Y ELLOS (2012), , además de artículos y cuentos en diversas revistas y antologías. En la actualidad dirige, junto a Fco. Javier Blasco Pascual, la colección «Obras de JRJ» en 48 volúmenes para la editorial Visor.
Recogemos una breve muestra de su escritura: un par de fragmentos del Libro del ensoñamiento, editado por la Fundación Jorge Guillén en su colección Cortalaire en 2007; y tres poemas en prosa del inédito Libro de las lamentaciones:
Tan sólo siendo... Yo quisiera tener tu fe tan sólo siendo. Quisiera ser el resplandor tranquilo que posas leve de herbazal, tan sólo siendo... Y mi alma rota se desborda siempre: nada es su alivio, todo es su sed.
No es posible cambiar la torcida vereda del mundo. No existe la edad, acontece la vida por siempre distinta, certeza iterada con cada clamor de la sangre: feliz, atrevida, sumisa, en la sangre caminan los tiempos. No es posible variar el doblado sendero del mundo. No existen los cambios, no existe el sentido ni hay dirección. Pues los mismos han sido los tiempos de siempre, las épocas fueron iguales y son y serán, las criaturas disfrazan la blanca alegría con traje de luz cotidiana, proclaman lo real confundido con simples tristezas que sienten a diario sin orden de dios, sin la ley natural que la ciencia idealiza queriendo imponer perfección a quien sólo podría alcanzar los compases confusos del caos total. La Razón permanece en un trono de inútil victoria, descansa triunfal; nos decreta con juicios, y es causa de error: confundir con el todo la parte ha herido de muerte el saber que podría encauzarnos la senda que admite el dolor, que asimila lo triste y lo falto de fin: el sentido, buscamos un orden que dé claridad… Mendigar el sentido tan sólo nos trajo el engaño que niega la vida. La ciencia sensual: conocer lo querido, saber lo que puedo saber, rebuscar los motores que impelen la fuerza que lleva a desear, la asunción de que somos la búsqueda eterna del huello brutal del placer, y sin nada que pueda paliar la terrible avaricia de ser plenitud con la tierra, y morir con sonrisa de hartazgo y consciencia absoluta de haber disfrutado del mundo, absorbido los soles, los cielos, las lunas y lluvias que hermosas resbalan por pieles desnudas e intensas de frío y calor, de verdad asumida, tal vive este ser que nos muestra beber de la luz y alegría, el de ahí, el que es como un dios. Es preciso vivir, no pensar; ordenar el saber aniquila esperanzas, acaba los sueños e impide aceptar el gravoso dulzor de lo real, la grandeza sin límite, al fin, de vivir. La Razón, al instante, tan libre que nada la lastre; que nada la obligue a tomar decisiones que afecten el tiempo futuro, que cambien pasados o plieguen las almas de aquéllos que tanto ignoramos: no sé lo que yo pretendía, ¿sabré la razón de mi hermano en error? ¿Qué me impone negar la verdad? ¿Quién me impone buscar perfección, quién me da esta sed infinita que nunca se apaga si el mundo es de barro, de estiércol y carne? Nos niegan sufrir, no nos dejan surcar la belleza de ser, la imperfecta belleza cambiante que ya feneció, moribunda al brotar, con el tiempo marcado, caduca y sin ansia inmortal. ¿Quién nos niega apurar las hermosas migajas del vaso vacío que el cielo derrama en el género humano? No compitas y ríndete; entrega tus armas, queriendo se alcanza el placer, el amor es lo único digno, tan sólo al amar nos hacemos motores de paz, impulsores felices del más importante tesoro. Seremos la piedra capaz de cambiar, transmutar, transformar lo que hicieran de plomo en metal adorable, brillante, divino, la áurea presencia y sosiego que da dignidad verdadera al momento, a la brizna de tiempo que azar colocó en mitad de la carne sentida y sensual que construye la vida y la muerte.
[Del Libro del ensoñamiento]
(Alef)
Como las hojas en el otoño, así las generaciones de los hombres... Nada es la muerte y nada la razón. Ni el sentimiento. Nada es lo humano. Duele haber vivido, sentido, mirado, comido, odiado, haber caminado mientras tu cuerpo, hija, se arrastraba por los fangales ocultos del fondo de una ría salobre, mientras ese cuerpo pequeño se pudría lento y henchido de aguas para salir a flote en busca de un sol descendente, en una tarde dorada de primavera. Y la podre, la tumefacción no hería tu carne, no significaba nada en la vida de los otros; y ahora, que te miro golpeteando la madera desportillada del pantalán, con tus mallas, tus botas y tu cabecita rota, tampoco significas nada, y es completa tu soledad, y enfermo de pensar tu figura jugando en un cuarto de la casa, en una calle, constatando que es la misma que flota como un pez gris, maloliente y muerto, al que se le posan los pájaros marinos para arrancar su carne tierna, deshilachada, sin que sensación alguna rechace la mordedura. Y me pregunto si te cabe sufrir así y sé ya, de antemano, que no, porque lo que no se entiende es cómo puede estar muerto lo que siempre ha de estar vivo en ti. Entonces se manifiesta el absurdo de intentar casar ese cadáver descompuesto a la inercia de la brisa, por cima de la superficie hermosa de la ría, con una hija que sonríe y da sentido a todo cuanto es nada más que circunstancia de no se sabe qué. Y quiero un poco de tranquilidad para mirar cómo se mece tu cuerpo, del que dudo todo; un poco de soledad para oír la tarde vibrando en la puesta del sol y el ritmo del anochecer que inunda todo de paz, como a diario, y hace inútil el miedo, la palabra, la emoción; arrojarme al agua para flotar por vez última junto a este pez grande y roto que podría ser una hija a la que no ves desde hace dos meses, que has buscado por todas partes y de todas las maneras, a la que has soñado, hablado, mentido, reído y rogado, mientras ella retozaba su piel degradada por ramos de almarjos, por lajas de ostión, por hierros de basura sumergida, por costillares de barcos abandonados que miraban, como ahora, un sol que se eleva y cae siempre distinto en lo igual. Porque ahogarse, morir, es tan sencillo e indiferente que no duele… Duele no haber sabido de su paseo silencioso, de las heces que la rodearon, de los aires que la orearon, de los animalillos que la besuquearon lamiéndole las heridas y los ojos, los que penetraron en su boca y mordieron su lengüecilla esponjosa, la sangre que huyó de su cabeza y se disolvió en un entero océano para desaparecer en la nada del todo. ¿Por qué no me sonríes? La tarde es hermosa, hay silencio, una cierta calma, un retiro que permite ver esta vanidad que al mundo da lo que es… ¿Por qué no me has llamado? ¿Por qué no me avisabas diciéndome dónde estabas? Habría venido a morir contigo, lentamente con el sol ése que cae templando la frialdad de esta ría feliz que se roza con el mundo como un gato por las marismas… La marisma que se ve desde la ciudad, una ciudad que vivía mientras tú te hacías tiempo, tiempo pasado, memoria sólo, dejando de huella esto hinchado y perverso que provoca el rechazo de quienes nunca serán de verdad como lo soy yo ahora. Tu cuerpo es bello y atractivo, tus heridas son de luz, tus órganos son aire primordial y tus cuencas vacías son pozos que esconden la vida que, en este momento, travesura última y eterna, querrías obviar, como si yo no te viera para reprochártelo. Fíjate en el aire, que es nada. No te tengo. Nada es la muerte y nada es la vida. Ni te tengo yo ni tú me tienes. Somos este ronzar de aire salado, la sal de esta luz negra, la sal de esta agua incapaz de la quietud, de esta quietud que arranca con la noche, la noche que ahora comienza.
(Jet)
Quiero agradecerte, hija mía, que todo te lo hayas llevado. Nada me queda. Ni por vivir, ni por tener, ni por desear, ni por hablar; todo queda dicho, ansiado, tenido y vivido. Qué más podría yo, hija, qué más. Éstos se preguntarán por qué no lloro: ¿sabrían entender la felicidad que me otorga tu morir? Porque tú ya estás muriendo para siempre y yo muerto antes que tú. Fíjate qué hermosura de noche entrada ya, la que contemplo deslizándose como un reflejo fugaz por los cristales de este coche en el que me apagan la radio para que no oiga cosas que duelen… ¿Duelen? ¿Qué podría ya dolerme más que lo que he visto de ti? Atravieso el muelle, estas carreteras industriales, los caños de las marismas por los que te has revolcado durante semanas, las escombreras que te hirieron, los talleres cerrados, los ferrocarriles reposantes, las carreteras circunvalatorias, las avenidas, algún parque, alguna barriada, y veo líneas rojas en mi ventanilla, luces naranjas que parpadean o se arrastran dolorosas por el asfalto, y un silencio en el fondo de este coche que suena sordo como el fondo de la ría que te arrancó de mí. Y ahora siento como si mi costado trunco, leso, derramara la vida con una emanación violenta a óxido, a rojo, a muerte. Si el Universo entero borrar Dios quisiera ahora con su mano, dejándome como testigo, no sentiría este peso que se agarra a mi alma en el corazón y tira de ella hacia la tierra como la gravedad de un bólido cadente hacia el planeta. ¿Dónde empiezo otra vez? ¿Dónde empiezo para no desjarretarme delante de esa multitud agreste que espera ¿qué? delante nuestra? Tu pelo, tu pelo cabeceando bajo agua como un gran sauce sacudido por el viento, en eso quiero pensar mientras llegamos a este tanatorio que habré de pisar más veces. Porque yo, ahora lo sé, yo soy inmortal: nada puede matarme ya. Tú me has dado, hija mía, todo cuanto el hombre ansió por siempre, hasta la inmortalidad, y yo no la quería. Nada, nada puede herirme, nada puede lastimar o debilitarme; ¿acaso el aire? Podría coger una piedra de éstas, junto al coche, y machacarme los dedos, los nudillos hasta aplastar el hueso, arrancarme los ojos, tajar con un cristal largamente mi piel apretando hasta llegar todo lo adentro que permitiera mi cuerpo, podría dejar aquí mi pelo y la carne que lo sujeta, podría dar un violento golpe en mi boca y matar cuanto en mi cuerpo moverse pueda, gritar tres veces despavorido tu nombre para traerte de nuevo al reino de los vivos, pero nada me dolería tanto como recordar tu pelambrera de sauce cabeceando al viento o a la corriente fluvial, tu sonrisa de inocencia y paz, tu pena de llamarme en aquel instante y yo sin contestarte. Y, bajando del coche, lanzo la mirada por si un ángel quisiera marcar entre la multitud la presencia de tu asesino con la punta de su ala para yo vengar la totalidad de lo que existe, ido contigo para siempre, pero este ángel traidor sonríe también y no señala nada… querrá jugar conmigo. Y, en silencio, me arrastro, sujeto por alguien, al interior de la luz blanca de este edificio terrorífico.
(Yod)
Quizá sea lo mejor esto, para ti. En el fondo ya ha pasado. Sólo duele el recuerdo; lo demás ya fue y no hace daños sino en la memoria, que nada es, sólo aire. La vida es un vacío entre dos nadas; dado que no hay una divinidad que nos use para sus máquinas, ya pasó de ti, hija mía, el cáliz de este suspiro con ánimos de eternidad que se disuelve en el vendaval del tiempo. A nosotros nos queda la paz: la decrepitud, la enfermedad, la frustración, la decadencia, mientras tú disfrutas de tu paraíso breve y caduco en nuestras cabezas, con tu sonrisa, tus muecas, tu pelo lanzado al viento de un tarde en la playa. Esta luz de la Sala de Espera —afuera parece que se está reuniendo muchísima gente— me lleva a pensar en los viejos, con sus manías, sus dolencias ciertas y las inventadas, su desesperación por no morir mientras todos se mueren a su alrededor, la suciedad, la permanente exigencia a los demás, el pensar que todos los jóvenes —todos los otros— no perciben sus vicios de esconder la mugre, de mirar libidinoso, de lo misérrimo, de lo asqueroso, de la debilidad, de saber que uno ya no puede y hablar como si todavía fuese capaz, de la fealdad, de la ropa antigua que no se rompe, la histeria de acabar otro día sin poder firmar nada para mañana, no, hija, tú serás una niña para siempre y yo, tu padre — ¿quiénes serán los otros?—, tendré la alegría para siempre de saber que eso no pudiste ni imaginarlo, que no conociste el dolor terrible de envejecer, de ver caer a los demás, de mirarte y reconocerte, de lo peor: de ver morir a lo más querido, como me ha pasado a mí.
[Del Libro de las lamentaciones, inédito]
Noviembre 2012.
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