P E Q U E Ñ O M O R D I S C O
Lo único que sabía es que se había
ido por un camino que no fue el de
las baldosas amarillas. El parqué
viejo, reseco, roído por carcoma y
semen.
Las lágrimas de un tiempo que no
podía volver, la melancolía como
sarro entre los dientes, alicatada en
la mente.
Copas de coñac, pestañas con
rimel azul y la represión del deseo.
Abstemia comprimida. Placebo
para idiotas.
E X C R E C E N C I A
Entre las uñas queda un rastro transparente,
como el camino que marca el caracol en su
angustiosa huída. No sangran sus heridas. Se
rompe la espiral y la eternidad quebrada se
hace pura evanescencia. Como las babas secas
sobre el suelo de cemento. Y arden ahora bajo
sus pies las baldosas, espolvoreadas con migas
y blancas patas de araña. Abejas muertas.
Muchas hormigas. Ni aun cuando llueva podrá
desquitarse de esa pena, del colosal abismo
que se ha abierto como una herida. Que sí
sangra, pero no se desvanece. Dormir sobre la
hierba no es una buena idea. Los gusanos
y las lagartijas amenazan con entrar y arre-
batar lo poco que dentro queda. De su casa,
sus recuerdos. Quimeras escondidas entre la
tierra, entre el sarro de las tejas. Con una sola
piedra esta casa puede hacerse añicos. Sólo
entonces podrá entrar en la buhardilla.
Alguien parece estar mirando por la ventana.
Al menos él siente que observan cómo va
dejando su trastro de lágrimas como rocío
sobre las plantas. Y los insectos entre las
rosas le recuerdan cuán insignificante es, y lo
insoportable que se ha vuelto todo.