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EL MISTERIO DE LA SEMANA SANTA
Mons. Francisco Gil Hellín, Arzobispo de Burgos
Viernes, 14 de marzo de 2008


Hoy comienza la Semana Santa. Una semana que el pueblo cristiano ha llamado «semana grande» y «semana mayor», consciente de que en ella se conmemoran los misterios más grandes de su fe. Tiene dos partes: el final de la Cuaresma –desde el Domingo de Ramos hasta el Jueves Santo por la mañana- y el Triduo Pascual, desde la Misa Vespertina del Jueves Santo hasta el final del domingo de Resurrección.

Hoy, Domingo de Ramos, celebramos las dos caras del Misterio Pascual: la vida o el triunfo –mediante la Procesión de los Ramos en honor de Cristo Rey-, y la muerte o el fracaso, con la lectura de la Pasión. Debido a las dos caras que tiene este día se denomina «Domingo de Ramos» -cara victoriosa- y «Domingo de Pasión» -cara dolorosa-. Por este motivo, comprende dos celebraciones: la Procesión de Ramos y la Eucaristía. Para simbolizar mejor la entrada gloriosa en Jerusalén, comenzaremos la ceremonia en la Parroquia de San Lorenzo y vendremos hacia la Catedral, la iglesia  madre de toda la diócesis.
La Cuaresma concluye el Jueves Santo antes de la Misa Vespertina. Durante los primeros siglos, por la mañana se celebraba «la reconciliación de los penitentes» que habían hecho penitencia durante la Cuaresma. De este modo, se preparaban a participar en la Pascua, mediante la Comunión Pascual. Por este motivo, desde aquí invito a todos –sacerdotes y fieles- a reconciliarse con Dios y con la Iglesia, mediante el sacramento de la Penitencia.

El Triduo Pascual comienza con la Misa Vespertina del Jueves Santo. En ella se conmemora la institución de la Eucaristía, la institución del sacerdocio ministerial y el amor fraterno. El centro y la raíz de los tres misterios es la Eucaristía, porque el sacerdocio es para la Eucaristía y la Eucaristía exige y posibilita el amor fraterno.
El Viernes Santo es un día en el que no hay misa. La celebración consiste en la lectura de la Pasión según san Juan y las solemnes oraciones por las grandes necesidades de la Iglesia y del mundo, la adoración de la Cruz y la Comunión. Este día debe estar dominado por estas palabras de san Juan: «Tanto amó Dios al mundo, que le entregó a su Hijo Unigénito para que nadie perezca». Lo más grande del Viernes Santo es el misterio del amor infinito de Dios al hombre, a todo hombre (varón y mujer, se entiende). Cada uno de nosotros puede repetir con san Pablo: «Me amó y se entregó a la muerte por mí».El Viernes Santo pone frente a frente el tremendo misterio del pecado del hombre y el todavía más grande misterio del amor de Dios. La meditación de este doble misterio puede llenar también todo el día de Sábado Santo.
La Semana Santa concluye como empezó: con el triunfo de Cristo. Sólo que ahora, el triunfo es definitivo. Jesús fue acusado de blasfemo, impostor, endemoniado, agitador del pueblo, enemigo del judaísmo. En la Cruz fue despreciado y retado a mostrar que era Dios e Hijo de Dios. En realidad, era el inocente y solidario «Siervo de Yahvé» que cargaba con los pecados de todos los hombres y mujeres de todos los tiempos y moría por ellos. Él fue a la Cruz porque quiso y porque estos eran los planes del Padre. La Cruz fue un acto de suprema humillación. Pero fue también la semilla de la suprema exaltación. Eso es la Resurrección. El Padre resucita a Jesús de entre los muertos para demostrarnos que su Hijo ha cumplido sus planes y que él ha aceptado el sacrificio de su vida. Es, pues, la toma de posición de Dios Padre a favor de su Hijo, y, por tanto, la iluminación de la Cruz. Jesús no queda aprisionado por la muerte sino que triunfa sobre ella. Esta es la gran verdad a la que hemos de aferrarnos los que nos llamamos «discípulos» suyos: la última palabra no será la muerte sino la resurrección.

  (16 de marzo de 2008)


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